“Quiero creer que hay un nicho para los
híbridos como yo”.
Dagmar Vandebosch, Emmy Poppe
KU Leuven (University
of Leuven) & Research Foundation - Flanders (FWO)
Catalán en
México y mexicano en Cataluña, así describe y reivindica el escritor Jordi
Soler (1963) su extranjería perpetua. Nació y se crió en La Portuguesa, una
comunidad de republicanos catalanes asentada en medio de la selva de Veracruz,
en México. Antes de aparecer de pleno en la escena de las letras, se dio a
conocer en la Ciudad de México de los años ochenta y noventa como locutor y
productor de la extinta pero muy aplaudida emisora radiofónica Rock 101, atrayendo
con su programa “Argonáutica” a una extensa audiencia
juvenil. La publicación de su novela debut Bocafloja, en el 1994, lo situó en
México como una de las voces literarias más destacadas de su generación.
En el 2003, luego
de desempeñarse durante tres años como agregado cultural en la Embajada mexicana
en Dublín, Soler se instaló en Barcelona, ciudad de procedencia de sus abuelos
maternos. Su novela Los rojos de ultramar,
que se publicó un año después, marcó su entrada al mercado editorial
internacional. Este libro constituye la primera entrega de una trilogía dedicada,
a través de la historia de su familia, al drama humano ocasionado por la Guerra
Civil española y el consiguiente exilio en ultramar. Hasta la fecha, Jordi
Soler suma ya nueve novelas, dos poemarios, un libro de relatos y una colección
de ensayos. Además, desde finales de los años ochenta ha desfilado por periódicos
y revistas tanto mexicanos como españoles, entre ellos
La Jornada, Excélsior, Reforma, El País y Letras Libres.
***
Dagmar
Vandebosch, doctora y profesora de literatura
española en la Universidad de Lovaina, se encontró con este autor tan
polifacético en el marco de un coloquio internacional de hispanistas celebrado
en la ciudad de Gante, en Bélgica. Con su característica voz ronca, y manteniendo cierta
distancia lúdica con el mundo académico, Jordi Soler le habló de su trayectoria
profesional, su condición híbrida y su trilogía sobre la contienda civil de
España.
La redacción final de la presente entrevista
se hizo en estrecha colaboración con Emmy Poppe, quien se encuentra elaborando su tesis doctoral
sobre el desplazamiento y el discurso identitario en
la obra de Soler.
***
Su biografía en
muchos aspectos es llamativa y poco corriente: así, nació en La Portuguesa, una
comunidad de republicanos catalanes situada en la selva de Veracruz, en México,
que fue fundada por su abuelo y por otros catalanes exiliados, y en la cual por
lo tanto se seguía hablando catalán. Más tarde, en la Ciudad de México, hizo
estudios superiores de diseño industrial y tuvo una carrera exitosa como
locutor de radio, con programas dedicados al rock y la literatura. Luego, fue
diplomático en Irlanda y ahora vive en Barcelona. Durante todos estos años
escribió poesía, narrativa y periodismo. ¿Cuán importante es para usted esta
variedad de ocupaciones y de lugares de residencia?
Poniéndolo así,
suena que he hecho muchas cosas, pero en realidad siento que he ido haciendo lo
que he podido hacer. Creo que lo que sobra de todo esto es el periodismo,
porque – es una cosa que he analizado durante mucho tiempo – quiero situarme
fuera del periodismo, por respeto a los periodistas. Yo lo que hago es escribir
en periódicos, pero siempre dando mi opinión. Nunca hago en realidad trabajos
periodísticos. Cuando me comparo con estos periodistas que van a cubrir la
revuelta en Egipto, me da vergüenza de que me digan periodista, porque yo no
salgo de mi estudio. Todos mis artículos de periódico son cosas que opino y que
reflexiono, pero escritas, digamos, a la manera del novelista, que es estar
todo el día en pijama, inventando cosas y hablando sólo con tu perro, en tus
momentos más festivos.
La radio fue un
accidente feliz. En realidad yo ya escribía novelas y la radio era una forma de
ganarme la vida, aunque después fui descubriendo que también tenía que ver con
la palabra. Yo era un locutor que se fijaba mucho en lo que decía. Me distinguían
mis colegas, porque el “locutor” generalmente es aquél que llena los espacios
de palabras, aun cuando no tengan mucho que decir estas palabras. Yo era un locutor
“deficiente”, porque estaba pensando en lo que iba a decir y claro, se me iba
la canción. No tenía el ritmo adecuado por estar diciendo cosas con sentido.
Esta afición por
el sonido de las palabras que me dejó la radio, creo que venía de mi primer
empeño, que fue ser poeta. Cuando era joven escribía poesía. Escribir otras cosas
como novelas me parecía una vulgaridad, porque me parecía – y me sigue
pareciendo – que la poesía es en las letras la cima más alta a la que puede
acceder un escritor, cuando es buen poeta. Los buenos poetas llegan a rincones
donde los novelistas no podemos llegar nunca, porque estamos demasiado
amarrados al sentido de la historia y las palabras no pueden volar tanto como
vuelan en la poesía… Y esto, creo que tiene que ver con mi infancia
estereofónica. Nací en una comunidad de catalanes muy rara, porque estaba en
una selva mexicana. Entonces se hablaba no sólo español alrededor, sino también
otomí. Yo fui niño en un universo lingüístico muy rico: aunque sólo hablaba
español y catalán y no las lenguas indígenas, éstas sin embargo eran parte de
aquel universo sonoro que me rodeaba.
¿Hasta qué punto
esto influye concretamente en su quehacer literario?
Mi obra tiene
mucho que ver con el sonido, me interesa por estas mismas razones que acabo de
decir. Un lector que me dice que tuvo que leer en voz alta un pasaje de una
novela mía me hace feliz, porque están construidas así. Yo escribo y después
leo en voz alta, a ver si funciona. Cuando no funciona en voz alta, me parece
que no funciona. Y para arredondear toda esta experiencia, oigo siempre música
cuando estoy escribiendo. Empiezo a escribir, oyendo instintivamente una
especie de soundtrack
y unas páginas más adelante doy, también de manera muy instintiva, con la
música que me va a acompañar durante toda la escritura de mi novela, como una
música de fondo, que no es tan de fondo, porque influye de alguna manera
misteriosa en mi prosa. Es decir que, aunque no le esté poniendo atención, de
alguna manera se mete en lo que estoy escribiendo, esto lo percibo después. Y
esta banda sonora la oigo durante los dos años que me lleva escribir una novela.
Como comentó,
nació en México, rodeado del español, el catalán como lengua hablada en casa y,
como acaba de recordar, el otomí, lengua indígena que formaba parte de este mismo
entorno. Luego también se añadió el inglés, ya que pasó partes de su vida en
Canadá e Irlanda. Incluso, según creo, domina el francés. ¿Cuál es el valor de
este plurilingüismo para usted – si lo tiene – y qué significa o representa
cada uno de estos idiomas?
Bueno, el
catalán es mi madre y el español es mi oficio. Las primeras obras que me
interesaban de verdad eran en inglés. Quizás sea una cosa generacional, pero
yo, aunque crecí en México, nunca acudí a los grandes escritores mexicanos como
formación. Si yo leía a Carlos Fuentes, es que ya había leído a Hemingway, a
Faulkner y a Bellow. Lo mismo me pasó con Octavio
Paz, tuve un gran deslumbramiento, pero ya era yo un lector adulto, ya tenía
veintitantos años. Y al inglés llegué, como al francés, por las ganas que tenía
de leer a esos autores en su lengua. Empecé a leer naturalmente en traducciones
y después aprendí inglés para leerlos en inglés. Después ya pasé a utilizar el
inglés como lengua, porque, como has dicho, viví en Canadá y después fui
diplomático en Irlanda. Además, para mi trabajo en la radio tenía que viajar
mucho a Estados Unidos.
Éste es un paso
que no viene en francés porque el francés es una lengua que leo perfectamente,
incluso la traduzco, pero me cuesta trabajo hablarla. Se cruza inmediatamente el
cable del catalán y termino hablando catalán. Y
encima, mi mujer es de familia francesa y mis hijos son alumnos del Liceo
francés de Barcelona. Hablan todos un francés impecable y se ríen cada vez que
digo algo en francés. En suma, es una lengua que tengo como lector.
Creo que esto
también es parte del mismo universo polifónico. Yo, cuando termino una novela,
empiezo inmediatamente otra para no caer en esos abismos en los que caemos los
escritores cuando no tenemos una novela que nos tira, nos baja a la tierra. En
estos periodos de escribir novela, que en mi caso son, por lo anterior,
prácticamente siempre, los narradores echamos mano de lecturas en otras
lenguas. Es cierto que no podemos leer cualquier cosa, porque hay escritores
muy contagiosos. Por poner un ejemplo muy claro y muy burdo, está prohibido
leer a García Márquez cuando estás escribiendo una novela, porque terminas
reproduciendo a la familia de los Buendía. Onetti
está prohibido, porque también acabas escribiendo tangos. A mí me pasa mucho
con Bellow, del que acabo reproduciendo los resortes
narrativos.
A mí me sirve
mucho leer, por ejemplo, a Michel Onfray, que tiene su teoría de la erótica solar – cosas que no tienen
que ver con la novela que estoy escribiendo –, no sólo porque me invita a
pensar en otras cosas, sino también porque oigo otra música literaria. Lo mismo
me pasa en inglés, o en catalán, porque no sé escribir en catalán. Como yo
siempre estudié en español y no en catalán, el catalán siempre ha sido una
lengua, digamos, materna e infantil para mí, que no sé escribir.
¿A pesar de la
importancia de la oralidad en su escritura?
Sí, inmediatamente
es una lengua uterina, inmediatamente me siento al lado de mi madre. Pero no la
sé escribir. Es una lengua con una ortografía muy compleja.
¿Y no ha
cambiado esto, viviendo en Barcelona? ¿Sigue siendo una lengua doméstica?
Sí, quizá si
tuviera yo un empleo normal donde tuviera que redactar cartas en catalán,
tendría que haber aprendido a escribirlo, pero como estoy en pijama todo el
día, no tengo oportunidad de escribirlo. Mis hijos lo van escribiendo, yo voy
haciendo los deberes con ellos y probablemente cuando ellos se gradúen de
catalán, me graduaré con ellos.
¿Cómo enfoca en
su obra las dos variantes – mexicana y peninsular – del castellano? ¿Lo hace
del mismo modo en su obra narrativa y sus artículos de opinión?
Uno de los
grandes objetivos de mis novelas es que sean historias que puedan leerse
perfectamente en cualquier país. Esto puede sonar muy ambicioso, pero creo que
sí hay un español “neutro”. No digo “neutro” de manera peyorativa – no estoy
disminuyendo la lengua –, sino que creo que, dentro del español “neutro”,
también hay mucha riqueza. Cuando llegué a España, tenía que echar mano de un
diccionario de español editado en México y de otro editado en España, porque,
una vez que estás en un país – quiero decir, que ya no estás a caballo entre los
dos, como estaba yo en Irlanda –, empiezas a perder la terminología del país
que has dejado. De manera que, recién llegado a España, de pronto ya no sabía
si los pantalones vaqueros se decían ‘jeans’, ‘vaqueros’ o ‘tejanos’, como se
dice en Barcelona. Tenía que recurrir a un amigo o a un diccionario, porque los
textos de periódicos son mucho más efímeros, pero también la gente tolera menos
este tipo de dislates. Si pones en México ‘tejanos’, ya no se entiende que eran
pantalones de mezclilla, ‘jeans’.
El lector de
novelas es más generoso, porque está metido en una obra en la que promete estar
contigo durante doscientas cincuenta páginas. Esto es ya otro tipo de lector,
que tolera, generalmente tus experimentos, tus experimentos lingüísticos en
este caso. Creo que hay palabras estrictamente mexicanas en español que metidas
dentro del contexto adecuado se entienden perfectamente en España y viceversa,
palabras españolas que metidas en el contexto adecuado se entienden en México. Me
empeño en que mis novelas tengan palabras que sólo se usan en México y sólo se
usan en España, para ir formando dentro de mis libros un lenguaje propio de
estos libros, que es al final lo que soy yo. Yo soy un híbrido entre los dos
países. Aprendí a hablar como se habla en los dos países y mi empeño es
escribir como se escribe en los dos países, lo cual le da una calidad especial
a la prosa. Hay palabras que me empeño en meter, en utilizar, y que he de
explicar, cosa que no haría si estuviera escribiendo sólo en español mexicano,
o sólo en español de España. Luego también está el español de Cataluña, que es
un español muy mezclado con palabras catalanas. En Barcelona se dicen cosas, en
español, que no se entienden en Madrid.
Nos acaba de
retratar un universo fascinante. Sin embargo, como todos sabemos, la
publicación de novelas está determinada por diferentes tipos de estructuras:
estructuras políticas (Cataluña, España, México), estructuras económicas o
empresariales (Alfaguara, Mondadori) y estructuras
académicas. En los tres niveles se observa cierto afán de categorización: una
novela catalana que cabe en la historia de la literatura catalana, o una
mexicana con tal historia, o una novela que se publica y que se comercializa en
tal espacio cultural o tal espacio económico. Esto suele funcionar bastante
bien para los escritores ‘normales’, pero para alguien como usted, que está tan
en medio de todo, puede resultar problemático, me imagino. Me interesaría saber
desde su punto de vista biográfico, ¿cómo ha sido eso?, ¿dónde salen publicadas
sus novelas?, ¿dónde salen premiadas?, ¿y en qué historias de la literatura van
a aparecer?
La historia
literaria de los escritores se va haciendo. Es decir, – cuando menos yo – no me
planteé en mi primera novela qué rumbo iba a seguir como escritor, pero al
final, creo que las novelas reflejan la biografía del escritor. En mi caso: el
híbrido. Yo estaba siempre entre dos países y mis novelas – como explicaba hace
un momento – están escritas para los dos países, o desde los dos países. Tienes
razón al plantearlo así, pero también es verdad que las novelas, al cabo del
tiempo, se van inventando espacios nuevos. Es cierto que en mi caso, hay varias
nacionalidades, varios tipos de novela también. A lo mejor, éstas serían más
históricas y hay otras de más ficción. Pero también creo que, al final, lo
importante es que haya un escritor, que sea coherente con lo que va escribiendo
a lo largo del tiempo. Y eso ya es un nicho en el mercado, en esta gran
industria. Mis novelas se publican al mismo tiempo en España y en México y en
Latinoamérica. Cuando salen las presento tanto en España como en México, voy a
hacer entrevistas en varios países y en ningún sitio siento, ni siquiera se me
ha dicho nunca, que esas novelas no son de allí. Quizá porque hay un escritor
detrás que está respondiendo por ellas. Los que han leído mis libros, por
ejemplo mis lectores mexicanos, no lamentan que me haya dado durante tres
libros por escribir sobre la Guerra Civil española. Simplemente están buscando
la obra de ese autor. No sé en qué historia de la literatura voy a quedar; esto
es una buena pregunta. Desde luego, en la catalana no, porque no escribo en
catalán.
Por otra parte,
yo me he empeñado en que esto que estoy explicando sea patente incluso en mis
artículos. Por ejemplo, en el diario de El
País, que es un diario donde escribe
gente en español de muchos países, siempre ponen al final, por ejemplo: “Carlos
Fuentes es escritor mexicano”; “Gabriel García Márquez es escritor colombiano”.
Y yo me he empeñado en que me pongan “Jordi Soler es escritor”, punto, porque
me parece que el nombrar el país del que vienes ya te limita los temas de los
que puedes escribir. Yo no podría quejarme del Partido Popular español si
firmara como escritor mexicano, sería poco serio. O hablar del narcotráfico en
México, publicando en España. Es decir, esto me parece que pinta tu opinión y
yo creo, o quiero creer, que hay un nicho para los híbridos como yo. De hecho,
lo hay: mis libros se venden en España y en Latinoamérica y la gente no se
queja. Me gusta no ser muy bien de ningún sitio. Me gusta sentirme catalán en
México y mexicano en Cataluña. Es mucho más cómodo, no soy responsable de nada.
En cuanto a sus modelos
literarios, ya ha comentado que leyó buena parte de la tradición en lengua
inglesa, antes de la mexicana. Lo que también me llama la atención, sobre todo
en sus artículos y columnas, es una mezcla de referencias a cierta tradición
literaria y a la cultura popular. Así, una serie de artículos sobre la frontera
entre México y Estados Unidos publicada en El País está construida
alrededor de unas referencias a las obras de Octavio Paz y José Revueltas, las
películas western con John Wayne y la música del guitarrista del blues Stevie Ray Vaughan.
¿Qué importancia tienen estas tradiciones diversas para usted y para su
escritura?
Como decía al
principio de esta entrevista, soy un falso periodista, más bien me gusta opinar
sobre cosas. Para ello echo mano de lo que tengo alrededor, que son siempre
libros o música. En estos artículos que mencionas las referencias de otros
escritores eran muy claras. El periódico El
País me había pedido unas crónicas de la frontera, cuando ya empezaba a
ponerse peligroso por la presencia del narcotráfico. Era otra vez el viejo oeste,
era como una película de John Wayne, efectivamente. Estuve una semana en estos
pueblos de la frontera y a mí me pareció tan crudo y tan espeluznante, que
pensé que tenía que meter grandes notas del pensamiento mexicano, o musical,
como era el caso de los ‘blueses’ de Stevie Ray Vaughan,
para contrastar un poco con los horrores que iba yo viendo. Por otra parte,
Octavio Paz definió todo este territorio en los cincuentas, sobre todo en el Laberinto de la soledad, pero también en
otros ensayos posteriores, y me parecía que añadía en algo a lo que yo quería
decir. Siempre echo mano de otras plumas cuando me parece que se añade algo y
también para distinguirme por pudor de los periodistas de verdad. Yo, lo que
puedo aportar es eso: como no estaba jugándome la vida en guerras, reporteando
las guerras, pues he estado leyendo y quiero también aportar eso que he leído a
mis artículos.
También me
parece que – puede ser una cosa generacional – en los artículos muy serios,
como los que escribo en la sección de opinión en el diario El País, que es una columna muy seria, donde se permiten pocas
bromas, también me empeño en meter siempre una referencia pop, una canción, una
novela no demasiado culta, un comentario que he oído por allí, en un estadio de
fútbol o cosas así, que hagan notar sobre todo en qué época fue escrito el
artículo. Me interesa dejar – lo mismo que en mis novelas – siempre un
referente, como un rastro. Para que un arqueólogo literario del futuro, si está
interesado, pueda saber exactamente en qué momento estaba yo sentado
escribiendo ese artículo. Esto ya va mucho más allá del periodismo y es, casi
literatura. Pasa en todos mis artículos, aún cuando esté hablando de la
política española, de la política europea, de los medios de comunicación… Son
temas que me apasionan como ciudadano y me apasiona opinar de ellos, pero
siempre en un marco literario. Quiero que sea muy evidente que hayan sido
escritos por un escritor de novelas, por alguien que tiene la cabeza en los
libros, no tanto en los periódicos.
Su gran
familiaridad con la tradición literaria en lengua inglesa queda reflejada
también en su biografía “oficial”, que termina con la mención, algo enigmática,
de la “Orden del Finnegans”, de la cual es caballero.
Según se dice en su biografía, la orden es irlandesa. Sin embargo, llama la
atención que todos los miembros sean hispanohablantes. ¿Podría contarnos algo
más sobre esta orden?
Yo siempre
pensaba que el internet quitaba tiempo, por eso no tenía ni página web ni nada,
por iluso. Pero un día alguien construyó mi biografía en Wikipedia y no me gustó como quedó. Cuando un espontáneo se ofreció
a hacer una página web, calificamos allí la biografía de oficial. Porque ya
alguna vez, precisamente en Dublín, en un acto en el Instituto Cervantes,
estaba el director explicando mi biografía, basada en
la Wikipedia. Y al presentar mis
obras, incluyó dos libros inventados, entre los cuales uno se llamaba Mis historias homosexuales. Claro, esto
me hizo gracia, pero luego pensé que tenía cierta gravedad no tener una página
oficial.
Total que en
esta página, la biografía oficial termina efectivamente con una referencia a la
“Orden del Finnegans”. Es una orden que se constituyó
en Dublín con ocasión de una mesa redonda de escritores en español, todos
entusiastas de Ulises, – entre ellos
Enrique Vila-Matas, Eduardo Lago, Antonio Soler y yo – sobre nuestras
experiencias como lectores de Joyce en español. Era una cosa delirante, porque
la mayoría de la orden no habla inglés, ni ha leído por supuesto Ulises en inglés, excepto dos miembros
de la orden que éramos yo y Malcolm Otero, un editor español.
De este coloquio
salió la Orden, pero salió como un chiste. En un pub en las afueras de Dublín,
llamado ‘Finnegans’, nos surgió la idea de fundar una
orden que se llamara la Orden del Finnegans.
Pensábamos que sería muy gracioso, ya que, como todos somos muy ‘joycianos’, se iba a pensar que era por ‘Finnegans Wake’. Pero estábamos terminando de hacer la
broma cuando en nuestras biografías en Wikipedia
ya nos ponían como miembros de la “Orden del Finnegans”.
En otras palabras, esto creció de una manera más allá de nuestro control. Un
año después ya los periodistas nos hablaban a nuestras casas para preguntarnos
si íbamos a volver a ir a Dublín y armar otro caballero para la “Orden del Finnegans”. Así esto ha ido creciendo: ya tenemos un libro
sobre la orden, cada año vamos a Dublín y armamos un caballero y, como toda
orden de caballería, tenemos nuestros estatutos secretos, uno de los cuales
consiste en que cada caballero tiene que poner en su biografía que es miembro
de la “Orden del Finnegans”, si no, es expulsado
inmediatamente.
La primera
novela de la trilogía sobre su familia materna la escribió durante su estancia
como agregado cultural en Irlanda. ¿Hubiera sido posible, en el fondo, escribir
esta novela desde México?
Yo creo que no.
De ser posible, la habría escrito antes, porque es un capítulo muy importante
en mi historia personal. La empecé a escribir efectivamente en Irlanda, en
Dublín, que es – después lo pensé – el punto equidistante emocionalmente entre
Veracruz y Barcelona. Es decir, no estaba ni en un lado ni en otro. Allí pensé
que tenía que escribir esta historia.
Hubo un
acontecimiento muy de orden práctico, eso sí, pero achacar la escritura de este
libro a tal acontecimiento sería una ingenuidad. Estaríamos haciendo de lado
toda la teoría de la sincronicidad junguiana. Estaba yo en mi oficina en la embajada en Dublín,
cuando me llamó el director de El País para pedirme que desarrollara una
historia sobre un dato biográfico que había leído en la solapa de una de mis
novelas: el hecho de haber nacido en una comunidad de exiliados catalanes en
Veracruz. De ahí que me puse en mi oficina a
pensar cómo escribir esta historia, y abrí un grifo. Me dio para tres libros…
Es decir que nada es casualidad al final: los libros nacen en el momento en que
tienen que nacer. En aquel momento preciso estaba yo dejando México y
acercándome a Barcelona; estaba en un punto intermedio.
En cuanto me
puse a escribir la historia, recordé que mi abuelo me había regalado unas
memorias. Le pedí a mi hermana que fuera a mi estudio en México a recogerlas, y
que me las enviara. Después hice un viaje a Argelès-sur-Mer y a la embajada de México en París, porque sabía que
allí estaban las fichas de los que habían caído en manos de la Gestapo en
Francia, que era el caso de mi abuelo. En fin, me puse a hacer una
investigación como si fuera historiador y al final, como hacemos los
novelistas, puse a un lado la investigación y me retiré a escribir una novela
de doscientas cincuenta páginas. Muy agarrada a la historia, esto es verdad. Me
parecía que al contar el paso de mi abuelo – aunque ya era un personaje mío, ya
no era mi abuelo –, tenía que respetar las fechas y los datos históricos, si no
la novela no iba a tener la verosimilitud que yo buscaba. Como bien se sabe, en
las novelas se trata de contar una historia que parezca verdad, no que lo sea. Pero
como yo estaba contando una historia donde había Guerra Civil y fechas, tenía
que echar mano de la realidad.
Escribí Los rojos de ultramar en una especie de
exorcismo. Estaba escribiendo en realidad la historia del paso de Artaud por Irlanda, cuando irrumpió de manera muy violenta
esta novela en mí, y tuve que aparcar el proyecto de Artaud.
Después llegué a Barcelona, publiqué la novela y regresé a mi novela de Artaud y, unos meses después, sentí la urgencia de escribir
otro de los ángulos de esta historia. Ahora un ángulo de mi vida como niño,
hijo del exilio en esta tribu de catalanes que hablaban una lengua rara en
Veracruz y eran vistos por el entorno como una tribu de invasores. Como venía de España, la familia éramos los
descendientes de Hernán Cortés y esto en México se perdona poco, sobre todo en
las zonas rurales. A mí me pareció que allí había una historia y entonces me
puse a escribir La última hora del último
día, ya en Barcelona, pero lejos de Veracruz, efectivamente.
Después de La última hora del último día, regresé a
mi novela de Artaud y la volví a interrumpir para
escribir La fiesta del oso, que es
una novela que pasa en el Pirineo, ya muy cerca de Barcelona. Es una novela de
la que, como narrador, estoy muy cerca, porque estaba allí. Además, nació de
todos estos paisajes de los Pirineos que visito cada año con mi primo para
recoger setas. Después regresé finalmente a la novela de Artaud,
que apareció en septiembre del 2011.
Ha insistido mucho
en el trabajo de historiador y en el respeto a la verdad: a las fechas y a los
hechos de la Guerra Civil y del exilio. Sin embargo, yo encuentro en estas
novelas de la trilogía una dimensión que se podría decir ‘carnavalesca’ o ‘grotesca’.
Por ejemplo, el elefante que aparece en La Portuguesa, las descripciones de los
insectos en la selva y sus efectos sobre el cuerpo humano, ciertas escenas de
violencia… En la última novela, La fiesta del oso, esta dimensión
me parece estar también muy presente, sobre todo en la escena final.
Sí. En realidad,
uno escribe las novelas que puede escribir, y todos los escritores tenemos
gusto personal por cierta estética y por decir las cosas de cierta manera, eso
que se llama “el estilo”. Y en todas mis novelas, siempre hay momentos en donde
yo, como escritor, tengo la pretensión de que mis lectores se rían o lo pasen
muy mal con una escena muy ridícula, porque me parece que estos períodos
carnavalescos, de comicidad o de ridículo, de situaciones delirantes, preparan
al lector para que llegue en cierto estado al siguiente capítulo. Son
instrumentos, resortes literarios que pongo en todas mis novelas. Me esfuerzo
mucho porque queden en el sitio donde deben estar. Y son también la zona de mis
novelas que más me divierte hacer. Por otra parte, hay zonas que me hacen
sufrir incluso, partes muy duras. Como el capítulo devastador sobre el campo de
concentración de Argelès-sur-Mer
en Los rojos de ultramar, que escribí
a golpes de whiskey. No soportaba escribir ese capítulo, sin embargo, estuve
seis meses allí metido. Luego, todas las partes de La
Portuguesa eran luminosas, me encantaba hacerlas.
Todas mis
novelas son así. Todas mis novelas tienen, por serias que sean, por grave que
sea el tema, siempre una zona carnavalesca. Incluso en la novela de Artaud, donde se introduce lo grotesco a través de un
diplomático que investiga el paso del dramaturgo francés. Esa zona de carnaval
es donde, me parece, la lengua explota con más violencia, cuando en las partes
más taimadas y más serias hay que ajustar mucho más la lengua. Tiene que ser
mucho más precisa y mucho más pausada. En cuanto a mí, la parte que más aprecio
en mis novelas es la parte donde se termina la puntuación ortográfica y todo se
convierte en un torrente. Los finales de mis novelas son así. Hay un crítico
español que se refiere a “la parte torrencial” de mis novelas. En realidad,
creo que escribo las doscientas páginas anteriores para darme el gusto de
escribir un torrente de quince.
En la trilogía
también se puede advertir cierto juego autoficcional:
aunque los narradores de cada una de las entregas se parecen mucho a usted, son
diferentes entre ellos, y, además, hay elementos ficcionales que obstaculizan
la lectura autobiográfica. ¿Qué significa para usted esta cuestión de la
autoimagen en su obra narrativa?
Todos mis
narradores tienen diferencias conmigo. Siempre procuro crear una distancia,
sobre todo porque me resultaría muy aburrido escribir desde un narrador que fuera
exactamente yo: yo ya sé cómo soy yo. Cuando escribes una novela, al contrario,
vas descubriendo cómo es el personaje.
El narrador de Los rojos de ultramar es un antropólogo
de la UNAM en México. Yo no soy ni antropólogo ni estudié en la UNAM. Me
pareció que, como en la novela hay una investigación bastante rigurosa en
términos literarios, el narrador tenía que ser un académico. Y cuando se tradujo Los rojos de
ultramar al francés, todos llegaban a preguntarme si seguía dando clases en
la UNAM. En fin, un personaje muy verosímil. Sin embargo, mi traductor al
francés, Jean-Marie Saint-Lu, que es mi mejor lector porque va a una velocidad
a la que nadie me lee, cuando leyó Los
rojos de ultramar, me dijo que se notaba que el narrador no era
antropólogo, sino un escritor haciéndose pasar por antropólogo. Esto no lo
habían detectado ni los críticos más audaces. Se refería a la escena en la que
el narrador va a Argelès-sur-Mer,
la ciudad francesa en la que estuvo su abuelo prisionero en el campo de
concentración que instaló el gobierno francés, en la playa, para los refugiados
españoles. El personaje se siente tremendamente perturbado por el olvido que ha
habido en la historia de esta ciudad, el olvido de todos estos cadáveres de
republicanos españoles que murieron allí. Caminando por lo que hoy es una playa
de veraneo, con clubs de playa, bares y hoteles, llega a un monumento muy
humilde, que tiene inscritos los nombres de quince republicanos que murieron
allí. Es todo lo que hay… en esa playa donde murieron miles. Él se siente muy
conmovido y piensa hacer un homenaje, pero ha salido del hotel con su chaqueta,
un poco de prisa porque tiene fiebre, su avión sale dentro de poco y no lleva
más cosas encima que su bolígrafo, que clava al lado del monumento, como
homenaje. Y claro, Jean-Marie Saint Lu me dice: “A ver, un bolígrafo, lo deja
un escritor, no un antropólogo.”
El narrador de La última hora del último día es un
narrador que tira mucho de su infancia. Viviendo en Barcelona, viaja a México a
curarse una infección recurrente en el ojo izquierdo con una chamana en la selva donde nació, que es la única capaz de
curarle las enfermedades que tiene. Éste es un recuerdo real: cuando éramos
niños, en la comunidad donde vivíamos no había más doctor que una chamana, que tenía muy saludable a toda la tribu. Yo, la
primera vez que fui con un doctor fue a los doce años, en la Ciudad de México.
Me recibió un hombre de bata blanca y me escribió en una hoja una receta para
comprar en la farmacia. Y dije: “Pero, menudo timo, ¿dónde está el humo, dónde
están las danzas? ¿A qué hora me va a pasar ramas por aquí?”. Bueno, el
narrador de La última hora del último día
está lleno de estas cosas.
El narrador de La fiesta del oso, para terminar, también vive en Barcelona. Se supone que es escritor, porque va a presentar uno de sus libros a Argelès-sur-Mer. Aunque es escritor, nunca se dice qué escritor es. Es decir que yo podría defenderme diciendo que no soy ese escritor. Siempre procuro tener una distancia. El narrador de la novela de Artaud es un diplomático mexicano en Irlanda, pero distinto de mí.
* Especialmente
nos gustaría dar las gracias a Jolien Jacobs, estudiante de maestría de nuestra universidad,
quien se encargó de la primera transcripción.
Obra de Jordi
Soler
El corazón es un
perro que se tira por la ventana. México, D.F.: El Tucán de Virginia, El Tucán de Virginia 1993.
Bocafloja. México,
D.F.: Grijalbo, 1994.
La corsaria . México,
D.F.: Grijalbo, 1996.
La cantante descalza y otros casos oscuros del rock. México,
D.F.: Alfaguara, 1997.
Nueve Aquitania. México,
D.F.: Alfaguara, 1999.
La mujer que
tenía los pies feos. México, D.F.: Alfaguara, 2001.
La novia del soldado
japonés.
México, D.F.: Plaza y Janés, 2001.
Los rojos de
ultramar.
Madrid: Alfaguara, 2004.
La última hora
del último día. Barcelona: RBA, 2007.
La fiesta del oso.
Barcelona:
Random House Mondadori, 2009.
Diles que son
cadáveres. Barcelona:
Random House Mondadori, 2011.
Salvador
Dalí y la más inquietante de las chicas yeyé. Barcelona: Random House Mondadori, 2011.
La guerra
perdida. Barcelona:
Random House Mondadori, 2012.