El personaje del negro en la
narrativa cubana de la Revolución: 1959-1976
La Trobe University
El personaje del negro aparece
en la narrativa cubana desde el momento de su incepción. Espejo de Paciencia (Silvestre de Balboa, 1608), poema épico generalmente
reconocido como primer ejemplo de literatura cubana, relata el secuestro y
posterior rescate del Obispo Fray Juan de las Cabezas por un corsario francés
que acaba muriendo a manos del esclavo negro Salvador Golomón.
El relato, no obstante, no deja de ser un ejemplo aislado en la literatura
inicial cubana, donde más habituales son los cuadros costumbristas en los que
el personaje del negro apenas aparece como mera comparsa, representado por
tipos diversos, cargados todos ellos de connotaciones negativas.(1)
Sólo a partir del primer tercio
del siglo XIX cambia esta situación, sucediéndose dos ciclos de literatura
abolicionista publicados entre 1838 y 1902. A pesar de la relevancia de estas
narraciones, resulta evidente en ellas la “violencia epistémica” que se ejerce
sobre el negro, al que se niega toda agencia y al que se inscribe en una
posición subalterna (Casanova-Marengo 31).(2)
Convertido en ese otro del que se
habla y por el que se habla, la
caracterización del negro se considera válida únicamente en tanto en cuanto
sirve como base para el desarrollo de una ideología a la cual se subsume.
Ya en la narrativa republicana,
se constata la presencia de autores que, incluso cuando se sitúan
ideológicamente en contra de la discriminación racial, caen en sus
descripciones de lo afrocubano en el pintoresquismo o el folklorismo –cuando no
en graves errores de información– que suministran “una caricatura más que un
retrato de nuestras realidades étnicas” (Castellanos & Castellanos 85).
Estos escritores son letrados y escriben desde el interior del mundo
autosuficiente de una ciudad letrada, radicalmente divergente del orbe del
subalterno negro. La separación entre uno y otro es tal que dotar al negro de
una voz verdaderamente audible se hace casi imposible. Incluso en textos en que
ésta apenas parece percibirse como un murmullo (el primer Carpentier y José
Antonio Ramos especialmente), acaba siendo silenciada por el interés
fundamental en discutir no tanto sobre lo negro como sobre la postura al
respecto de los componentes de la burguesía criolla. Como única excepción a
esta norma se alzan El reino de este
mundo (1949) de Alejo Carpentier y la narrativa de Lydia Cabrera.
A partir de tales antecedentes,
el artículo que sigue analiza la representación del personaje del negro en la
narrativa cubana de ficción escrita entre el triunfo de la Revolución y la
creación del Ministerio de Cultura en 1976. Para ello, y tomando como base los
parámetros teóricos de los estudios subalternos, considero diacrónicamente las obras
más significativas en cuanto a la representación del personaje del negro y
relaciono el desarrollo de esta narrativa con las políticas implementadas desde
las instituciones culturales. El doble propósito de tal análisis es establecer
la posible relación entre la representación del personaje del negro y la
perpetuación de la posición subalterna de la población afrocubana en el primer
cuarto de siglo de la Revolución Cubana, así como llamar la atención sobre el papel desempeñado por los letrados en la subalternización del negro.
De manera inmediata tras el
triunfo revolucionario de 1959, se inició un intenso debate sobre el papel que
debían desempeñar artistas e intelectuales en la nueva sociedad en
construcción. ¿Hasta qué punto tenía la Revolución el derecho (o la obligación)
de influir en la producción cultural? ¿Qué libertades –formales y de contenido–
eran exigibles por parte de los artistas? ¿Había de instaurarse la libertad de
expresión más absoluta, incluyendo el derecho a la disensión y la crítica? ¿Se
debía entender lo estético como completamente vinculado (y subsumido) a lo
ético? ¿Qué papel había de jugar la literatura en la Revolución?
Si bien de inmediato surgió la
llamada “literatura del exorcismo”, que trataba de evitar tomar partido en este
debate recurriendo al único punto en que parecían estar de acuerdo todos los
sectores (la condena del batistato), pronto resultó
obvio que la labor del escritor quedaba intrínsecamente ligada a dos aspectos
fundamentales.
Por una parte, el discurso revolucionario
tendía cada vez más a ensalzar a quienes combinaban el ejercicio de la palabra
con la participación activa en la lucha, ejerciendo la doble función de
intelectuales y hombres de acción. En palabras de Lisandro Otero, eran dignos
de alabanza quienes “contribuían con sus actos, no solamente con sus palabras,
a la inmensa tarea de transfiguración de nuestra sociedad” (Brotherton
19). Por otra parte, sólo dos escritores (el propio Lisandro Otero y Manuel
Granados) habían tomado las armas en la lucha contra Batista, mientras que la
abrumadora mayoría de los restantes provenía de sectores burgueses y, al decir
de Caballero Bonald, sólo se habían convertido en “escritores de la revolución en la revolución” (12, énfasis en el
original). Estos hechos se tradujeron en un sentimiento generalizado de
sospecha (sobre todo en sectores que fueron tomando cada vez más fuerza) que
afectó a la totalidad de los escritores y que queda plasmado perfectamente en
las palabras que, años más tarde pronunciaría Che Guevara: “la culpabilidad de
muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no
son auténticamente revolucionarios” (69). La influencia de tal sentimiento en
la narrativa posterior y en concreto en el tratamiento del personaje del negro
será extraordinaria.
Este es el contexto en el que se
publica Bertillón 166 (1960), de José Soler Puig, novela
excepcional no sólo por poseer una calidad literaria bastante superior a sus
contemporáneas, sino también por ser la única del ciclo del exorcismo cuya acción no se desarrolla en
La Habana sino en Santiago de Cuba, de población afrocubana mucho más numerosa.
En el relato, por otra parte, el narrador especifica asiduamente los rasgos
fenotípicos de los personajes y es un personaje negro
(sobre cuya piel, al morir, se unen los colores rojo y negro del Movimiento 26
de julio) quien ejerce de punto de conexión entre las diversas historias.
A partir de estas consideraciones y a pesar de que desde la crítica más oficialista se ha querido difuminar la importancia del aspecto racial –Henríquez Ureña no hace referencia alguna a este aspecto y Rodríguez Coronel considera apenas que el personaje del Negro “aporta una visión clasista de la lucha” (Rodríguez Coronel "Primeros años" 25; Henríquez Ureña 224)–, resulta obvio que para Soler Puig era éste asunto primordial en su texto. De hecho, Méndez y Soto muestra cómo la “idea que proclama de modo preferente [la novela], y la idea que defiende a cada paso, es la de la participación tanto de negros como de comunistas en el conflicto político” junto al Movimiento 26 de Julio, desmintiendo “la creencia general de que los negros no habían luchado por la revolución, porque simpatizaban con Batista” (8).
En este sentido, la novela de Soler Puig trata de rectificar un error del que su mismo texto se hace eco (varios revolucionarios recelan del Negro por ser negro y comunista) y que se hallaba presente en narraciones contemporáneas: La novena estación, 1959, de José Becerra, en la que el conductor de la policía secreta de Batista es mulato y se compara la brutalidad de la policía con la de “las tribus salvajes de África” (Becerra Ortega 74); El sol a plomo, 1959, de Humberto Arenal, en la que el confidente que revela el paradero de los revolucionarios es negro; o el cuento “Miel sobre hojuelas”, 1964, de Reynaldo González, en el que se menciona la supuesta buena relación de Batista con los negros. De tal modo, Bertillón 166 conseguía evitar el debate sobre la dirección que habría de tomar la Revolución (al situar su acción en el pasado), dejaba claro el apoyo a ésta del autor y establecía un motivo que había de repetirse en numerosos relatos posteriores, el apoyo de los negros a la lucha revolucionaria.
Para el año 1961, resultaba obvio que las tensiones iniciales habían alcanzado el punto de ebullición. El enfrentamiento, que resultaba a todas luces inevitable, estalló con la presentación (y retirada inmediata de la cartelera) del documental PM, de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez –con cuya imagen de la vida nocturna de La Habana discrepaban las autoridades culturales. Poco después Fidel Castro convocaba un ciclo de reuniones con intelectuales y artistas que culminaría con sus ya famosas “Palabras a los intelectuales”, pronunciadas en junio de 1961.
El discurso de Fidel supuso el espaldarazo definitivo a la línea que concebía el arte como un frente de lucha de la Revolución, exigía de los artistas su participación en la construcción de la nueva sociedad, repudiaba proyectos artísticos apolíticos (que en el fondo consideraba inexistentes) y defendía la regulación estricta de la producción cultural a partir de estos parámetros.
De inmediato, pasó a esperarse de los escritores su adhesión incondicional y declarada al proyecto revolucionario, del cual se entendía formaban parte:
La búsqueda de
formas adecuadas para contenidos nuevos es la problemática estética fundamental
de la novela de la Revolución Cubana. […] Búsqueda difícil para novelistas que
prácticamente inician su obra en la década del sesenta […] porque […] debía de
ser escrita en simpatía, en apoyo absoluto […] y debía de ser así, al menos en
los primeros años, por la convicción de que el escritor y su obra participaban
en la aguda lucha de clases desatada a escala continental por el triunfo de la
Revolución, por el estado de sitio económico, por el asedio ideológico y
agresiones militares que tiene que afrontar nuestro pueblo. (Rodríguez Coronel
"Primeros años" 9-10)
La narrativa de la Revolución
hubo de asumir el proyecto revolucionario “sin rodeos”, tendiendo en lo formal
a crear textos “sin vueltas de hoja ni mohines esnobistas” (Álvarez 62) y
centrándose en una temática reducida: “la socialización de la tierra, el
trabajo voluntario, las crisis familiares, los impactos de la nueva moral, las
movilizaciones derivadas del bloqueo, etc.” (Caballero Bonald 19).
Las 31 novelas publicadas entre 1961 y 1965 reflejan a la perfección la
dirección unívoca tomada por la Revolución. En ellas se observa una progresiva
superación del exorcismo que da paso a la justificación de las transformaciones
emprendidas tras 1959 (Menton 12). Lo primordial en todas ellas –y recordemos la
necesidad de mostrar que están libres del “pecado original”– no es otra cosa
que la defensa enérgica del proceso revolucionario, a cuyo fin último se supeditan,
hasta el punto de eclipsar cualquier otro aspecto que pudiera ser de interés.
Por ello, incluso en textos
donde aparecen personajes negros de relevancia –nunca, en todo caso, como
protagonistas– el mensaje de armonía racial que se quiere transmitir queda
subsumido a otros aspectos que se consideran prioritarios: No hay problema, 1961, de Edmundo Desnoes, discute las relaciones interraciales
(de la mulata Norma con dos amantes, ambos blancos) como un aparte del asunto
central (el conflicto existencial de Sebastián, hijo de cubano y americana); y Los muertos andan solos, 1962,
de Juan Arcocha, denuncia los prejuicios raciales,
pero siempre como parte de la condena de la inmoralidad sexual
prerrevolucionaria.
Más frecuente, en todo caso, es la aparición de personajes negros que
desempeñan un papel muy secundario en el desarrollo de la novela, normalmente
con el fin de contraponer la discriminación racial del periodo
prerrevolucionario (o de Estados Unidos) con la solución definitiva del
problema proclamada por Fidel en la Segunda Declaración de La Habana (1962): En el año de enero, 1963, de José Soler
Puig, el antagonista (batistiano) expresa su malestar con la Revolución por la
eliminación de la discriminación racial, mientras que uno de los cinco
revolucionarios protagonistas, Aparicio, es negro (Menton
27); Concentración pública, 1964, de
Raúl González de Cascorro, contrapone personajes
negativos asociados con el periodo anterior, con otros relacionados con la
nueva Cuba (entre ellos un trabajador negro de La Habana); Dos viajes, 1965, de Víctor Agostini,
contrasta los viajes del protagonista a California, donde encuentra frivolidad,
inmoralidad y racismo, y a través de Cuba, donde encuentra camaradería
socialista sin discriminación sexual ni racial (Menton
24-25).
En marcado contraste con el más que relativo interés de todas estas
obras, se publica en 1962 El
siglo de las luces
de Alejo Carpentier, novela en la que el autor continúa sus
reflexiones en torno a las relaciones entre colonia y la metrópoli desde la
misma perspectiva anticolonialista que marcaba sus anteriores novelas. Junto a
los tres personajes principales (Sofía, Esteban y Víctor, todos blancos) en la
primera parte de la novela adquiere cierta relevancia el Dr. Ogué (negro), si bien pronto resulta evidente que el fin
último de su aparición en la novela es permitir al narrador presentar los
posicionamientos de los tres protagonistas respecto a la tolerancia racial. De
hecho, una vez que esto ha ocurrido, los personajes afrocubanos aparecen sólo como
telón de fondo, o detalle localista (Henighan 182).
Si bien hay cierta discusión
sobre el esclavismo (y su reinstauración en los territorios franceses pocos
años después de su abolición), el relato gira más en torno a las relaciones
entre metrópoli y periferia (y la imposibilidad de aplicar en el Caribe formas
de pensamiento europeas) que sobre la discriminación racial en sí. La
composición étnica de los tres protagonistas, en este sentido, revela sin lugar
a dudas que en el contexto general de la construcción de una identidad
latinoamericana, el problema que se discute no es tanto el del papel del negro
como el del posicionamiento de los criollos blancos de origen europeo respecto
a la tradición cultural europea.
Ya en la segunda mitad de los sesenta se produce un extraordinario
salto cualitativo, fruto quizás de un cierto relajamiento en la política
cultural de la Revolución, el cual permitirá la publicación de obras en mayor o
menor medida heterodoxas como Paradiso de Lezama Lima, o la colección de relatos Los años duros, de Jesús Díaz ambas de
1966 (aunque, dicho sea de paso, ninguna de las dos pasaron sin polémica).
Junto a esta obras, ha
de resaltarse una novela de interés primordial para este
trabajo por la relevancia y características de su protagonista negro: Adire y el tiempo roto, 1967, del escritor afrocubano
Manuel Granados. La novela obtuvo un accésit en el Premio Casa de las Américas
(con un jurado compuesto nada menos que por Alejo Carpentier, Julio Cortázar,
Lezama Lima y Leopoldo Marechal),(3) a
pesar de lo cual topó primero con el rechazo de los responsables culturales,
quienes trataron de vetar su publicación –la cual se llevó a cabo sólo gracias
a la presión ejercida por Julio Cortázar (Howe 51)– y
después con el desprecio de la crítica, que tendió bien al silencio absoluto,
bien al rechazo de una obra que se alejaba de la ortodoxia revolucionaria en su
tratamiento del tema racial:
[Adire y el tiempo roto] nos ofrece un caso patológico dentro de la
Revolución, […es una obra de…] tendencias ideológicas que sobrevaloran el papel
de la raza, el cual, solo es un factor a tener en cuenta dentro de la lucha de
clases. (Rodríguez Coronel Novela de la
Revolución 74)
El olvido al que se sometió una
obra de tal entidad se desarrolló paralelo a la polémica que acompañó siempre
al propio autor y en la que vale la pena detenerse por la luz que puede lanzar
sobre la novela. Uno de los dos únicos escritores que había participado en la
lucha armada contra Batista (integrado en el III Frente Oriental, al de Juan
Almeida Bosque, una de las figuras afrocubanas de mayor importancia en el
ejército revolucionario), Granados estuvo relacionado con la editorial El
Puente (la última editorial, independiente, en desaparecer en Cuba). Tres años
después de la publicación de Adire y el tiempo roto,
ve la luz su libro de cuentos El viento
en la casa-sol, cuyos relatos insisten en el tema racial. Poco después,
Granados es apartado de su trabajo de archivista en el ICAIC (Instituto Cubano
de las Artes y la Industria Cinematográfica) y expulsado de la UNEAC (Unión
Nacional de Escritores y Artistas de Cuba), sin que volviera a publicar hasta
1987 –lo que se ha llamado los años del “incilio”
(Martínez-Echazábal 60). En 1991, Granados es uno de
los firmantes de “La carta de los diez”, dirigida por diez intelectuales a
Fidel exigiendo reformas democráticas. Este hecho, sin duda, precipitó su
salida de Cuba al año siguiente. Primero en Madrid y después en París, Granados
continuó su crítica de la Revolución hasta su muerte en 1998.
Como escritor, Granados era
consciente tanto del poder de la escritura –“la literatura en mí se manifiesta
como el modo de atacar algo que creo injusto o defender algo que creo justo”
(Granados "Cartas" 151) – como de la necesidad de mejorar la imagen que
del personaje del negro había venido apareciendo en la literatura cubana. Por
ello, aunque consideraba que las obras de Fernando Ortiz y Lydia Cabrera habían
sido importantes y necesarias en su momento, afirmaba que era necesario
desarrollar sus logros. Con todo ello en mente, Granados construye Adire y el tiempo roto, compleja novela que
sigue el tortuoso e inconcluso proceso de búsqueda de identidad de Julián, un
joven negro de Camagüey.
Más allá del hecho obvio de que
Granados use la novela para lanzar un ataque frontal a la discriminación racial
antes y después de la Revolución, el texto trata de ahondar en los efectos que
la posición subalterna del negro tiene sobre éste, así como las variadas y
contradictorias reacciones a que da lugar. Lo importante en la novela ya no es
el sistema esclavista, o la decadencia de la República, o las bondades de la
Revolución; en su centro ya no se sitúa un símbolo de distinguidas causas, sino
un individuo, un hombre de carne y hueso que vive –y sufre– su negritud sin
encontrar soluciones o verdades que le resuelvan el problema.
A lo largo de toda la novela
Julián aparece perseguido por una percepción social que no deja de verle como
“un asqueroso negro é’mierda” (Adire 131). No obstante, si el
texto quedara en ello nada habría añadido a la narrativa que hasta aquí se ha
revisado (y recordemos que Granados parte de la base de la superación de sus
predecesores). Su novedad reside en el cuidadoso retrato psicológico de un
negro que ha llegado a interiorizar un sistema de valores discriminatorio que
le condena a la subalternidad y ante el cual
reacciona simultáneamente en direcciones opuestas: rechazando ese sistema de
valores y refugiándose en su negritud (incluida en ella las creencias
afrocubanas tan denostadas en otros textos contemporáneos); y aceptando esos
valores en detrimento de su negritud, a la que culpa de sus males: “No me
gustan las negras, nunca me han gustado, son bárbaras, como el ancestro, además
no responden al sentido que tengo de la estética. No soy bárbaro… soy un cuerpo
etíope con mentalidad aria” (102, elipsis en el original).
Si Julián se identifica con su
tradición afrocubana, su música y sus creencias, no deja por ello de ser al
mismo tiempo (y esto es esencial), un “sujeto que corrobora su propia condición
colonial” (Martínez-Echazábal 71), que abraza los
estereotipos raciales hasta caer él mismo en la negrofobia.
En este sentido, Granados consigue penetrar donde nadie había llegado porque
renuncia a dar una visión monológica. Libre de
maniqueísmos, Julián no es un sí o un no, sino una compleja realidad
contradictoria, conflictiva, incluso dolorosa, que se presenta en todas sus
facetas.
En el centro de su novela
Granados no sitúa símbolos, tipos, ni metonimias, sino un personaje que “tiene
coherencia y unidad porque trasciende un espacio contextual homogéneo, estático
y estable” (García 15). Al enfatizar su individualidad y errático proceder,
Granados consigue hacer de Julián ese “conglomerado de posiciones [...]
provisionales y no necesariamente imborrables” que Paul Smith considera que
define a un ‘sujeto’(Smith xxxv).
De tal modo, Granados apostaba por una literatura abierta y exploratoria, de
preguntas más que de soluciones, que vino a chocar frontalmente con la política
cultural que ya por entonces tomaba cada vez más fuerza. La reacción negativa
de la oficialidad (y positiva de sectores afrocubanos) no dejaba de ser
esperable.
La tendencia aperturista observada a mediados de los sesenta, había comenzado a
ceder precisamente en 1967 con el inicio del caso Padilla y sufrió otro duro
golpe con la celebración de la asamblea de la UNEAC al año siguiente. La
Declaración del Congreso de Educación y Cultura en 1971, donde se clamaba la
necesidad de “mantener la unidad monolítica ideológica de nuestro pueblo” y la
existencia de “una sola dirección político-cultural” acabó por enterrarla
("Declaración"). A partir de entonces y con intensidad creciente en
la década de los setenta, la política cultural retorna (de manera incluso más enérgica) al
apremio a todo intelectual a involucrarse activamente en la Revolución o
atenerse a las consecuencias. Tal y como proclama en 1969, con impresionante
rotundidad, Mario Benedetti:
Si algún pronóstico
puede hacerse a esta altura, es que de ahora en adelante acaso haya una más
fuerte presión social para que los intelectuales se integren en la Revolución.
[…] Una Revolución tiene […] el derecho de no entenderse con [los
intelectuales] […] contemplativos, y hasta de ser injusta con ellos. (Benedetti
112)
El campo cultural había entrado en lo que se vino a conocer
posteriormente como el Quinquenio Gris, la década negra, o incluso “el trinquenio
amargo” (Coyula), sin duda alguna la etapa de más
recio control de cuanto producían intelectuales y artistas. Como resultado, en
el terreno de la narrativa se impone el texto panegírico y mitificador,
de función exegética, poco exploratorio y cada vez menos
conflictivo (lo que se vino a llamar el “sinflictivismo”);
se evitan los experimentalismos formales
y se tiende a una línea argumental simple, centrada en el apoyo obvio a
la Revolución. José Antonio Portuondo (en fecha tan
temprana como 1973) alertaba ya de esta tendencia, a la que denominaba “teque”: “la exposición apologética de la ideología
revolucionaria, la propaganda elemental y primaria, el elogio desembozado de
los procedimientos revolucionarios” (Portuondo
131). Sacchario
(1970), de Miguel Cossío Woodward y La última mujer y el próximo combate
(1971) y Cuando la sangre se parece al
fuego (1977), ambas de Manuel Cofiño, resaltan
como ejemplos representativos de este tipo de novela.
En la primera de ellas,
publicada el mismo año de la fracasada zafra de los diez millones, el autor
celebra la importancia en la historia de Cuba de la caña de azúcar, cuyo
cultivo asocia con la lucha por la independencia y el proceso revolucionario.
Si bien el texto quiere asumir una voz coral que represente a Cuba como un todo
unido y movilizado con la Revolución, el autor se ve obviamente forzado a dotar
de rasgos peculiares a cada uno de sus personajes, con un resultado sumamente
revelador. A fin de representar la colectividad, Cossío se sirve de cinco
personajes principales (todos varones, por cierto), cada uno de los cuales
simboliza una parte de la nueva sociedad cubana, pero entre los cuales el
protagonista indiscutible es Darío (blanco).
Como indica Ana Serra en su
excelente análisis sobre la novela, Cossío crea este personaje como un yo
“universal” que quiere ser en realidad un “cubano emblemático.” A tal fin, en
algunos pasajes el autor construye el texto a partir de un uso de los
pronombres personales que pretende difuminar los límites entre el “yo” (Darío)
y el “tú” o el “ellos”, creando de tal manera, continúa Serra, lo que Benedict Anderson llamó un “yo” vacío que evoca “un mundo
de plurales” y que viene a significar a la comunidad imaginada (Citado en Serra
97). A partir de tal interpretación, la elección de un protagonista blanco no
resulta banal en absoluto y establece con claridad el modelo racial (y, en el
fondo, cultural) desde el que se imagina la comunidad.
Adyacentes a Darío se sitúan
cuatro personajes cuyo nivel mucho más secundario nunca les hace acreedores al
papel de representantes globales de esa comunidad imaginada. De entre ellos,
interesa detenerse en Papaíto, un analfabeto negro al que se describe como “un
negro como cualquier otro negro” (41) y se caracteriza con diversos
estereotipos (su éxito con las mujeres, o la “filosofía barata” (41) con que
afronta la vida). A pesar de su supuesto papel preeminente en la novela (y, en
principio, en la composición de la nueva sociedad revolucionaria) Papaíto queda
fuera de ésta en el momento en que el protagonista describe los elementos que
ha de desechar Cuba, entre los cuales incluye la imagen de isla de tambores,
del vudú y de santería. Vestido de bacalao, la alusión cierra las puertas de la
Revolución a Papaíto –o a la población negra en general– en tanto no rechace
por completo su religión y sus tradiciones. Esta premisa, que sin duda está
detrás de la mínima presencia de las religiones afrocubanas en la narrativa del
momento, reflejaba la ideología preponderante en aquellos años en amplios
sectores revolucionarios, según la cual tales religiones estaban ligadas con un
pasado incivilizado y falto de desarrollo, resultaban un anacronismo en la
sociedad comunista y quedaban destinadas a desaparecer.
Las dos novelas mencionadas de
Manuel Cofiño abundan en esta idea, al mismo tiempo
que la hacen mucho más accesible al lector medio gracias a una sintaxis con
tendencia a la frase breve y un vocabulario restringido, claves sin duda de su
tremenda popularidad. Con respecto a la primera de ellas, La última mujer y el próximo combate, Imeldo
Álvarez comenta con evidente satisfacción que en ella “chocan las concepciones mágicas, precientíficas
de la sociedad y la visión que de la realidad suscita la interpretación
racional y científica de los hechos y las situaciones sociales, del fluir
histórico”. De tal modo, el relato es la escenificación de un conflicto que se
soluciona cuando el sargento negro Anastasio Ríos abandona “su fantasía
supersticiosa” y se mueve “hacia nuevas fuentes”. En otras palabras, hacia la
Revolución (Álvarez 107).
Seis años más tarde, Cofiño hace de esta idea el centro de Cuando la sangre se parece al fuego, encabezada por un epígrafe que
no deja lugar a dudas sobre la filosofía subyacente: “Toda mitología somete,
domina, moldea las fuerzas de la naturaleza en la imaginación; y desaparece por
lo tanto cuando esas fuerzas resultan realmente dominadas. CARLOS MARX” (19, mayúscula
en el original).
En el relato se repasa la vida
de Cristino Mora (uno de los muy pocos protagonistas negros en la narrativa del
momento) en un texto construido a partir de cuatro voces narrativas
reminiscentes en cierto sentido de la voz coral de Sacchario: el propio Cristino en
primera persona; un narrador en tercera persona que narra la vuelta de Cristino
al solar donde vivió; testimonios breves de personas que tuvieron contacto con
Cristino en diversas etapas de su vida y dieciocho viñetas sobre los orishas o las religiones afrocubanas que ofrecen alguna luz
o adelantan el hilo narrativo. Conforme avanza el relato, resulta obvio que la
incorporación del protagonista al proceso revolucionario pasa por su necesario
rechazo de las creencias y tradiciones que intenta transmitirle su abuela, con
lo que, en palabras de Imeldo Álvarez, el lector es
testigo de
la trayectoria de un ser enajenado
por la sociedad semicolonial que de pronto entra en
un proceso de cambios, y se describe la historia de todo un submundo que se
asfixiaba bajo el peso de la ignorancia: el solar habanero, «verdadero barracón
urbano».
Tanto las viñetas
sobre los orishas como la psicología de la Abuela,
que es la antítesis de lo nuevo que alcanza Cristino, su negador histórico,
resultan un canto de cisne, una dimensión bella y crepuscular. (Álvarez 112)
Así, Revolución y religión afrocubana se
presentan como polos antitéticos, representativos respectivamente de “un mundo
que está muriendo” (Cofiño 24) y de la nueva sociedad
emergente, dispuesta a aceptar a quienes desechan concepciones precientíficas de la vida. Cuando Cristino Mora opta por el
primero de ellos, Cofiño no hace sino marcar el
camino que se espera que sigan los afrocubanos.
También representativa de este periodo es Los guerrilleros negros, 1975, de César Leante. Esta novela toma como base los estudios de José
Luciano Franco sobre los palenques para abordar el tema de los cimarrones,
realizando al mismo tiempo una novedosa relectura del pasado desde el presente
revolucionario. En este sentido, se establece un obvio paralelo entre los
rebeldes revolucionarios de Sierra Maestra y los cimarrones, patente tanto en
el uso mismo del término “guerrilleros” como en los métodos de lucha empleados
por los cimarrones, más semejantes a los descritos por Che Guevara que a los
que les corresponderían históricamente (Luis 217 a 238). Por otra parte, la
novela propone un nuevo punto de inicio para la lucha de liberación de Cuba,
que, frente al tradicional Grito de Yara de 1868,
retrotrae hasta la resistencia en los palenques. Ambos hechos tratan de
confirmar la visión teleológica de la historiografía revolucionaria, ofreciendo
al mismo tiempo una sutil (pero substancial) variante con respecto a su raíz
última y revalorizando con ello el aporte afrocubano a la historia de la isla
(o de las sucesivas luchas que culminan en la Revolución).
Con todo, resulta difícil aceptar la
afirmación del propio Leante, quien afirma haber
escrito la novela desde el punto de vista del esclavo “levantisco”. Como se ha
visto, Los guerrilleros negros se
concibe desde los presupuestos básicos de la Revolución y con un fin último
ligado más con la revisión de la historia que se venía llevando a cabo desde
1959 que con dar la voz al sector afrocubano en sí. En este sentido, el juicio
del autor, para quien escribir la historia de los cimarrones desde su punto de
vista había sido imposible para sus antecesores y era algo que sólo “una
revolución triunfante podía conceder” (César Leante,
citado en Álvarez 111), rezuma paternalismo cultural y subsume la labor del
autor al agente cultural que realiza semejante ‘concesión’.
La última novela
del Quinquenio Gris que cabe destacar es Concierto
barroco (1974) de Alejo Carpentier, en la que el autor discute,
como ya hiciera en anteriores novelas, la identidad de Latinoamérica y el
colonialismo cultural europeo. Concierto barroco relata el viaje
de un indiano blanco y su siervo negro a través del tiempo y el espacio (de
México a La Habana, Madrid y Venecia y del siglo XVIII en que comienza la
novela al XX en que finaliza), viaje a lo largo del cual el amo lleva a cabo
una búsqueda identitaria que le lleva a tomar
conciencia (y a rechazar) el colonialismo cultural imperante en su propia
visión de América.
Si en El
reino de este mundo era posible detectar un ciertamente problemático
posicionamiento de Carpentier con respecto al “aquí” y el “allí”, en Concierto barroco no existe conflicto
alguno al respecto y en el último capítulo de la novela el transformado
(podríamos decir que americanizado) amo censura la invención eurocéntrica de una América irreal: “la América de
artificio del mal poeta Giusti” (76) creada desde el
“acá” del Preste Antonio (Vivaldi), para quien “todo lo “de allá” es fábula” (77) .
Frente a esa América irreal, se alza la de
Filomeno, el siervo negro del que no sólo conocemos su nombre, sino también su
ilustre genealogía: es bisnieto de Salvador Golomón,
el esclavo (y héroe) negro del poema épico fundador de la literatura cubana, Espejo de Paciencia, una referencia que resulta
fundamental.(4)
En el capítulo II de la novela,
Filomeno –a modo de juglar– narra en público una versión un tanto alterada (y
selectiva) del Espejo de Paciencia,
en la cual se da una gran importancia a la fiesta que sigue a la victoria sobre
el corsario Girón y se da por cierta la liberación de Salvador Golomón (que en el original simplemente se pedía)
(Wakefield). A la narración de la fiesta, en la que habrían participado
“músicos de Castilla y de Canarias, criollos y mestizos, naboríes y negros” (25),
reacciona con horror el colonizado Amo: “¿Blancos y pardos confundidos en
semejante holgorio? […] ¡Imposible armonía! […] ¡Infernal cencerrada […]!”
(25).
En el capítulo VI, sin embargo,
otra fiesta bien distinta –o una jam session en palabras de Filomeno, 54– tiene lugar en el Ospedale Della Pietá. En ella no sólo participan, junto a Filomeno y el
Amo, Vivaldi, Scarlatti y Haendel,
sino que unos y otros, blancos y negros, acaban bailando a un mismo son
(afrocubano), en una escena cargada de significados: se revierte la dirección
de las influencias culturales (o del colonialismo cultural, si se quiere); se
demuestra la posibilidad de la armonía anteriormente denegada –la versión
inicial de Filomeno “La culebra se murió,/ca-la-ba-són,/Son-són”
se convierte sin mayor complicación en “Kábala-sum-sum-sum”
para Vivaldi, Scarlatti y Haendel
(45-46)– y se subraya la evolución del Amo, quien participa ya sin
inconveniente en el jolgorio.
El último capítulo de la novela,
en el que las maracas que tocan los músicos de Louis Armstrong dan pie a una
nueva mención al Espejo de Paciencia
(“¿no serían, acaso, aquellas “tipinaguas” mentadas
alguna vez por el poeta balboa?”, 83), insiste una vez más en la posibilidad de
la armonía racial, inscrita esta vez en una ciudad de la que Filomeno comenta
en diálogo con el Amo:
En París me llamarán
“Monsieur Philomène”, así, con P. H. y un hermoso
acento grave en la “e”. En La Habana, sólo sería “el negrito Filomeno”.
— Eso cambiará algún
día.
—Se necesitaría una
revolución.
—Yo desconfío de las
revoluciones.
—Porque tiene mucha
plata, allá en Coyoacán. Y los que tienen plata no aman las revoluciones...
Mientras que los “yos”, que somos muchos y seremos “mases”
cada día... (79)
De tal modo, si Concierto
barroco se iniciaba con un
capítulo que presentaba al personaje del Amo y describía sus riquezas, concluye
con otro en cuyo centro se sitúa el esclavo, ahora ya libre (y es sin duda
interesante el que en ningún momento el Amo le concede la libertad, sino que
ésta se acepta por ambas partes) que proclama la necesidad de una revolución.
Como culminación del proceso, Filomeno toma la decisión de no retornar a
México con su amo y se dirige a París para asistir al mencionado concierto de
Louis Armstrong, proclamando así su preferencia por el jazz (clara metonimia de
la cultura con raíces negras) frente al modelo cultural tradicional y eurocéntrico que ha visto (y rechazado) en Italia.
Con Concierto barroco, Carpentier sitúa al
personaje del negro en una situación inédita para él, la de guía del indiano,
quien acabará por encontrar una nueva identidad fuera del modelo eurocéntrico del que partía, completando de tal manera una
creación de un valor y trascendencia muy superior a la de cualquiera de las
novelas coetáneas comentadas.
La creación del Ministerio de
Cultura en 1976, al frente del cual se puso el moderado Armando Hart Dávalos, supuso el inicio de un nuevo cambio en la
política cultural cubana que a partir de entonces y especialmente en la década
de los ochenta, irá incorporando cierta flexibilidad de criterios (o el
criterio de la flexibilidad). El recién creado Ministerio consideró que su
misión no era controlar y dirigir la labor de los escritores, sino más bien
fomentar el desarrollo artístico, siguiendo una nueva línea que resume el
propio Hart en su libro significativamente titulado Cambiar las reglas del juego:
Nuestros deberes
políticos como dirigentes estatales no consisten en establecer normas para
determinar administrativamente las formas artísticas […] [E]l dirigente estatal
no es un árbitro entre la sociedad y las formas artísticas. Su tarea consiste
en facilitar la comunicación entre el movimiento artístico y el resto de la
sociedad. (21)
Paulatinamente, el recio control
ejercido desde los estamentos oficiales dio paso a una apertura (siempre
relativa) bajo cuyo signo se tendió a restar importancia al relato omnisciente,
globalizador, épico y barroco, en beneficio de un acercamiento más subjetivo,
intimista y desenfadado en el que cabía la experimentación y el conflicto (Huertas
10 y 11). De la mano del grupo conocido como los Nuevos, y posteriormente de
los Novísimos, tiene lugar una profunda renovación cuyo análisis sobrepasa los
límites de este artículo.(5)5
Para 1976, casi tres décadas
después del triunfo revolucionario, las condiciones de vida del afrocubano
habían mejorado sensiblemente. Sin embargo, determinadas líneas políticas
implementadas por las autoridades revolucionarias, y debidamente reflejadas en
la narrativa del momento, continuaban posibilitando la subalternización
del afrocubano. Por una parte, se había exigido de los escritores el apoyo
incondicional y declarado al proceso revolucionario, al cual debía quedar
subsumido cualquier intento de discutir la realidad específica del afrocubano.
Por otra, la Segunda Declaración de La Habana había considerado solucionado el
problema del racismo en Cuba, con lo cual su propia discusión resultaba
redundante. Por último, la integración del afrocubano a la nueva sociedad se
hacía pasar por su renuncia a elementos culturales cardinales, específicamente
las religiones de raíz africana.
El seguimiento de estas tres
líneas marca decisivamente la narrativa del momento, que silencia o subsume a
la Revolución la voz del afrocubano. En este sentido, y con las marcadas
excepciones de Adire y el tiempo roto y Concierto Barroco, no puede sino percibirse un claro continuismo
entre las narrativas colonial y republicana y las novelas comentadas. En manos
de Nuevos y Novísimos quedará la posibilidad de superar lo que se ha denominado
el “último tabú de la literatura cubana” (Fernández Robaina).
Notas
(1).
En este artículo uso indistintamente los términos negro y afrocubano como
hiperónimos que indican la presencia de ascendencia africana a través de rasgos
fenotípicos perceptibles, independientemente de la tonalidad de la piel.
(2).
El concepto de “violencia epistémica” aparece ya en Gayatri
Spivak en relación a los discursos que engendran
otredad, como el imperialismo, el orientalismo, lo exótico, lo colonizado o lo
primitivo. (Spivak)
(3). Garrandés afirma que fue Lezama Lima quien más empujó para
que se le diera un accésit, y añade que cuando Granados fue a agradecérselo
Lezama le preguntó, más o menos, cómo podía ser tan buena una novela tan mal
escrita (223 y 226).
(4). Al dar el nombre de Filomeno y silenciar el de su amo (al que se le
conoce únicamente como “el Amo”) se invierte la tradición tantas veces repetida, según la cual los
personajes blancos tienen nombre, mientras que negros y mulatos son nombrados
sólo por sus rasgos fenotípicos.
(5). Véase a este respecto Uxó, Carlos “El personaje del negro en la narrativa breve de los Novísimos”.
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